miércoles, 31 de octubre de 2012

LA GLORIA DEL COFRADE

     Amanece noviembre preñado de luces blandas, pesante en el recuerdo y en el agrio que da las distancias. La ciudad y el espíritu empiezan a gozar de un tiempo henchido de una rotunda y suprema simplicidad. Y junto al primer abrigo aparece un autor interesantísimo llamado Manuel Chaves Nogales, periodista y escritor sevillano de principios del siglo XX y miembro del grupo de Mediodía. Destaco entre sus obras La Ciudad (1921) y una serie de artículos sobre la Semana Santa publicados en Ahora durante 1935.

     La Ciudad es uno de los referentes de la literatura y el periodismo español. Para los estudiosos esta obra, junto con algunos textos de Núñez de Herrera en su Semana Santa teoría y realidad, es un manual del idealismo literario y un libro al que acudimos frecuentemente cuando intentamos contextualizar sentimiento y paisaje. El idealismo de Chaves Nogales reduce el universo cofrade a una actividad del espíritu y se contrapone, en parte, al realismo de principios del siglo pasado, quizás como augurio del exilio francés que sufrió el periodista casi veinte años después.

     En 1922 se trasladó a Madrid en busca de unas oportunidades que la vida le concedió, se convirtió en redactor jefe de El Heraldo y ganó, en 1927, el premio más prestigioso del periodismo español, el “Mariano de Cavia”. A punto de estallar la guerra civil y, a pesar de ser considerado referencia periodística republicana, escribe el artículo que viene en este día en el que los cofrades tenemos más presentes que nunca a esos hermanos que lo fueron todo en la cofradía y que se marcharon, debidamente, con su túnica puesta. Se titula “La gloria del cofrade”.


El dolor va sin adorno
por el sepulcro de un día
en que la soledad empredía
                                  un viaje sin retorno                (Jarevalo)


           Cuando la procesión termina y la Virgen vuelve a su capilla, es ritual que los cofrades, antes de quitarse la túnica que ya no vestirán de nuevo hasta el año siguiente, se reúnan en torno a la imagen y, rodilla en tierra, recen una Salve a la Virgen. Después de la Salve, el mayordomo ordena que se retiren del paso los ramos de flores y los reparte entre los hermanos. Los mejores ramos son para los hermanos muertos.

            Al día siguiente de la procesión, el mismo Hno Mayor anda por los senderillos floridos de aquel alegre cementerio de Sevilla buscando las tumbas olvidadas de los cofrades para dejar sobre ellas los mejores claveles de la Virgen. Estas flores frescas son toda la gloria que aguarda a los cofrades, esos hombres humildes de las barreduelas sevillanas, sencillos menestrales o ingeniosos artífices que se pasaron la vida trabajando en su tallercito y se murieron con la única ambición de añadir unos hilillos de oro o unas libras de cera o plata al tesoro de su Hermandad.




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