lunes, 10 de septiembre de 2012

Los poemas negros de Juan Sierra


Experimenté todo el agobio de una reclusión en solitario abandono,
que oprimía el pecho pero que enderezaba el alma 
(El esparto) 


       En la elegancia elongada de El Greco en su imponente Entierro del conde Orgaz o en las pinturas más oscuras de Goya, podría situarse el grave dramatismo del escalofrío de la alta madrugada de los poemas de este sevillano. En esa negrura íntima de los fríos mármoles de la Catedral surge toda la seriedad y la hondura herida de la poesía de Juan Sierra. 

    Está considerado uno de los más elevados creadores sevillanos, poeta sublime, perteneció a la Generación del 27 y fue uno de los creadores de la ya conocida revista literaria Mediodía. Escribió y publicó poco pero eso no deteriora su gran identidad creadora. Estos poetas de poca producción suelen ser muy rotundos, de sentimientos más condensados y trascendentes, con un mayor alcance al alma. En verso, María Santísima (1934), Palma y cáliz de Sevilla (1944), Claridad sin fecha (1947), Álamo y cedro (1982). Su prosa se recogió en el libro Sevilla en su cielo (1944).


       En ese peculiar estilo goyesco de Lo sublime terrible el poeta crea una serie de poemas extraordinarios que nos lleva a los extremos de la emoción a través de un canto puro y limpio que se funde con una ciudad que recibe al Cristo del Calvario a su paso por Catedral (en Álamo y cedro). Este poema que os presento junto con “El Gran Poder” (recogido en Palma y cáliz de Sevilla) conforman sus poemas más negros, clavos fríos y precisos al alma del cofrade. 

         El siguiente texto describe el trayecto que recorre el Santísimo Cristo del Calvario desde su entrada hasta su salida de Catedral. Se hace patente ese barroquismo helado que recorre el poema desde el inicio hasta la misma punta de nuestros pies de nieve y de alpargata. 


 EL CRISTO DEL CALVARIO (FRAGMENTO)

 La Catedral vacía. Se regala el silencio 
en los grises pilares de tierra endurecida. 
Ningún aliento roza la quietud lisa y firme 
de esa alcoba de piedra donde Dios vela solo. 

¡Oh clausura de tumba que por la noche sella 
toda una calma gótica de músculo encendido! 
Una brisa ligera de vez en cuando agita
este silencio en polvo flor de cuerpo presente. 

Bajo el peso aromado de la púrpura unida
ha llegado a doblarse una cera que arde. 
Algo aguarda la sombra del hierro subterráneo 
donde yacen los muertos con su fina sonrisa. 

En lo cóncavo y alto suenan golpes terribles 
como lúgubre aviso de martirio lacrado. 
Suenan golpes terribles porque el sueño construye
un ataúd de urgencia sobre la losa fría. 

El cadáver de Cristo penetra en esta augusta 
soledad hecha piedra como un salmo suspenso. 
El aire queda inmóvil. Inmóvil aún al tenue 
y entrelazado silbo de algún piar lejano. 

Llega el Señor cansado de su larga hermosura, 
arrastrando la brisa y el temblor de la noche. 
A sus muslos desnudos la Catedral ofrece 
con figura de lumbre una paz de claveles. 

Colgado de una Cruz llevan este cadáver 
sus hermanos de muerte los hombres deleitosos 
Sólo un forrado y lento rumor de paso altera 
la frialdad que cruza por las naves desiertas. 

El misterio descalza su atmósfera morada 
y ciñe vacilante a la bella escultura. 
Todo muro ante el paso del Calvario establece
 una grave leyenda de marfil y de llamas. 

 La oscuridad labrada se oculta en las capillas 
donde los estandartes manchados de batallas 
con sus telas podridas tiritando de mármol 
se agarran a la aurora desesperante. 

(…)

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