martes, 7 de octubre de 2014

Vendedores de memoria


        Entras por octubre bajando Aviador Durán, desembocando a esa plaza que todo lo puede, y te viene el olor dulzón de los piñonates de esos vendedores ambulantes a los que has visto envejecer en el espejo de tu memoria. Porque son los mismos que venían cuando le dabas la mano a tu padre y se te empalagaban los ojos en esa tapa de mármol donde estos artesanos esparcían sus alfombras de piñones y caramelo.

        Vendedores que anunciaban que octubre, con el amor a cuestas, traía consigo una particular primavera, un tiempo en el que la vida le concede al roteño una nueva oportunidad. Y allí, en la misma confluencia de esa calle que fue de barberos, alcaldes y zapateros, levantaban sus catedrales de plástico y almendra, con la misma convicción y maestría que un artista del Renacimiento, esos vendedores que venían de Palma del Río o de Lebrija o de Puente Genil. Anunciadores de las vísperas gloriosas que envolvían a una ciudad que preparaba su traje de fiesta.

     También los niños nos dábamos cuenta en ese ve y tráeme de las vecinas escamondando el patio que algo iba a pasar. Y pasaba. Todos los años pasaba cuando, como una bendita aparición de otoño, esos herederos de nuestros amores, que aún se resistían a vivir en el pueblo, entraban cortando el aire con una capacha y con un buenos días que rozaba el recuerdo del desprevenido. Porque octubre también venía acompañado de estos embajadores de luto perpetuo, anunciando al pueblo con la fumata blanquísima del tabaco negro que le salía de entre los dedos, historias que ya no se cuentan. Y traía a mi tío abuelo Juan Tomatito que, mirando atrás y con media nostalgia a cuestas, había partido temprano de su Rancho llevándose consigo la soledad de su higuera sin hojas y la suya propia, como si una no bastara. Emprendía su Estación de Gloria haciéndole caso a su instinto natural de oler la llegada de Patronas y Jueves Santos, sin mirar calendario. Todo un ritual que le iba en la sangre, heredado que no aprendido.

        Y a pesar de que ya hacía tiempo que no venía, en Rota siempre tenía que hacer poca cosa, quizás alguna visita al banco para asegurarse que tenía lo mismo de siempre, algún beso robado de los nietos y la ceremonial entrada por la puerta de mi casa, que era de su hermana, cargado de huevos, cebollas y papas. ¡Qué olor traía Juan Tomatito a tierra y memoria! ¡Cuánto amor el que vuelve!, que diría ese verso de don Ángel que regresó muchos años a las páginas de Rota y el Rosario desde su exilio de Castilla.


Cabe toda una vida en una ráfaga...


        Así que cada vez que llegan los vendedores ambulantes, me acuerdo siempre de Juan Tomatito y de todos los besos que su hermana le plantaba en la cara para que tuviese bastantes hasta Semana Santa. Cuando la Virgen entraba por una de las puertas de la ciudad tumbando muros y horas, mi tío abuelo emprendía el viaje de regreso por el camino más corto hasta su paraíso de cañas y liños derretidos, que no es otra cosa que nuestra propia Historia que se nos va de entre las manos.

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